Menu


Beata María Magdalena de la Encarnación
Fundadora de las Adoratrices Perpetuas del Santísimo Sacramento.


Por: Nicola Gori | Fuente: Traducción realizada por Llucià Pou Sabaté, s.d.b.



Fuego de Amor

Índice General


I. Presentación.

II. Introducción a las “Invocaciones.”

III. Epílogo.

IV. Nota Bibliográfica.

V. Agradecimiento,
 

 

I. Presentación

En 1789 la revolución francesa rompe el modelo de los Estados europeos, destruyendo el orden instaurado por la Edad Media. Hasta entonces, Europa era “la cristiandad”, y acogía los países que fueron convirtiéndose al cristianismo, en un intento de plasmar en la sociedad esos valores del Evangelio. Ahora, el Estado comienza a ser “laico” y sus valores son la libertad, igualdad, fraternidad. Se quieren aprovechar los frutos (cultura, progreso económico, orden social), sin reconocer las raíces que han dado vida a esos frutos. Son valores que tienen su raíz en el Evangelio, por ejemplo la fraternidad: no puede haber hermanos si no se reconoce un Padre. Al andar del tiempo, habrá una esquizofrenia entre fe y cultura, un empobrecimiento de esas ramas que ya no darán buenos frutos, porque se han secado, separadas de la raíz. Es el drama de la sociedad actual. Precisamente ese año el Señor suscita en un alma enamorada, arranques de adoración y reparación, que cuajarán en multitudes de adoradores del Santísimo Sacramento, como para indicar que el arma más importante de la historia no es la acción sino la oración. No es tan importante lo que hacen los hombres sino lo que promueve Dios: no tanto los políticos, sino los santos.
Esa alma es Catalina Sordini, y para conocer su vida y fundación, una preciosa fuente la encontramos en el libro “El orden de las Adoratrices Perpetuas del Santísimo Sacramento”, escrito por una monja de la Orden. En la introducción, cuenta el P. Velasio de Paolis cómo la historia del mundo, la historia de cada criatura se revela plenamente en el misterio de Dios, y ese misterio se revela plenamente en Cristo, y Cristo se manifiesta en su vértice, en la Cruz, en ese misterio anticipado en la última Cena. Toda persona encuentra el sentido de su vida en el misterio de Jesús, en el misterio de su muerte y resurrección. La salvación está en mirar a aquel al que hemos traspasado. Dios ha entrado en el misterio de la iniquidad, para manifestar la piedad y la misericordia: “la cruz es el misterio de la iniquidad del hombre, y el misterio de la piedad y de la misericordia de Dios. ¡Es el triunfo del misterio de la piedad sobre la iniquidad, el misterio del amor sobre el odio, el de la vida sobre la muerte! La Eucaristía es el sacramento del sacrificio Redentor que Jesús ha realizado una vez para siempre; supera el tiempo y es eterno. En él, todo hombre encuentra el eterno amor de Dios en Cristo Jesús. ‘Haced esto en memoria mía’.
Las Monjas Adoratrices Perpetuas del Santísimo Sacramento, queridas por Dios en un tiempo oscuro de la historia de la Iglesia, a través de Catalina Sordini, que quiere llamarse, en espíritu de humildad y de penitencia por los pecados de los hombres, Madre Magdalena de la Encarnación, y aprobada por la Iglesia como Orden de Monjas de Clausura. Con su vocación y su testimonio, de soledad, de silencio, de oración y de adoración, nos manifiestan el tesoro más precioso de nuestra fe, el misterio de la Eucaristía. Por encima de todo está el amor; el amor de Dios, el único capaz de transformar el hombre en profundidad, de darle un corazón nuevo, que sepa amar con el corazón de Dios. ¡Así la tierra nuestra es el lugar donde vive Dios y donde es posible esperar y amar!”

No se podía explicar mejor el clima con el que hemos de leer esas aspiraciones de la Madre, dirigidas a Jesús en la Eucaristía, que reclaman un contexto de su vida, que intentaremos apuntar. Para quien sabe entrar y reposar en silencio, en la simplicidad, en la ingenuidad y la plegaria, ésas nos acercan al misterio de Dios y nos hacen gozar de su amor. “Misericordias Domini in aeternum cantabo!”: Cantaré eternamente las misericordias de Dios. El corazón en contacto con el misterio del amor de Dios se abre a la alegría, al canto, y contemplando la obra de Dios en el alma de M. Magdalena, también podremos cantar la transformación que Dios quiere obrar en cada uno de nosotros. Es lo que pretende este librito, comentar las aspiraciones de la Madre para descubrir algo del contexto en que fueron escritas, lo que obraba Dios en su alma, y añadir algunos comentarios que ayuden a rezar, a tratar en primera persona –como hace la Madre- al Señor, para hacer también de nuestra vida una adoración eucarística.

Estamos en el año de la beatificación de Maria Magdalena, cuando oficialmente se le podrá dar veneración pública y celebrar su memoria en la liturgia. “La devoción hacia ella –decía Mons. Mario Meini, obispo de su diócesis natal, en la presentación de este libro en italiano- está viva desde siempre, no solo entre sus hijas espirituales, las Adoratrices Perpetuas del Santísimo Sacramento, sino también en nuestra Iglesia local y particularmente entre la población de Porto Santo Stefano, donde ella nació en el 1770 y donde aún ahora se encuentran descendientes de la familia Sordini.

Pero si son muchos los que conocen su nombre y su figura, pocos son los que conocen su pensamiento y su experiencia espiritual”. Por eso la publicación de esos pensamientos nos invita a “conocer mejor esta mística humilde y sublime, pero sobretodo, es una invitación a compartir, según nuestra medida, su camino interior, permaneciendo en adoración con ella ante el Santísimo Sacramento y creciendo cada día en el camino del amor, en diálogo constante con Jesús, que nos ha amado primero”.

Regresar al índice

II. Introducción a las “Invocaciones”

En la era de la velocidad y del ruido, nos metemos en el comentario de unas palabras escritas por una monja humilde, dirigidas a Jesús Sacramentado en la quietud de la contemplación, de la adoración perpetua a Jesús, de la amistad con Él (“yo y Jesús”, decía ella). “La gran enfermedad de la edad moderna –advierte Pío XI en “Mens nostra”, 1929-... es la falta de reflexión: un verterse febril y constante hacia las cosas exteriores, una apetencia inmoderada de riquezas y placeres, que poco a poco va atenuando en las almas los más nobles ideales, hasta sumergirlas en las cosas terrenas y transitorias, sin permitirlas elevarse a la consideración de las verdades eternas, de las leyes divinas, de Dios”. El ritmo frenético, el vaciamiento de interioridad, la cultura de lo fatuo y de lo efímero, la fiebre del consumismo y lo fácil, la vida llena de sensaciones pasajeras, hace que el hombre se olvide de su alma y de Dios. Por eso - sigue la cita del Pontífice iniciada más arriba- la contemplación obliga “al hombre al interior trabajo del espíritu, a la meditación, a la reflexión, al examen de sí mismo”, y eso constituye “una admirable escuela de educación para las facultades humanas: la mente aprende a reflexionar, la voluntad se fortalece, las pasiones se sujetan, la actividad externa recibe una dirección, una norma, un impulso eficaz”.

¿Cuánto tiempo hay que dedicar a las cosas de Dios? Veamos lo que hace M. Magdalena, pues esa alma enamorada nos enseña que sin intimidad reposada de la Escritura y contemplación ante el Sagrario, es fácil olvidarse de Dios. ¡Cuántas cosas podemos ganar en la intimidad de su lenguaje, de sus confidencias con Jesús, de su hablar franco, de su amorosa sinceridad, la fuerte pasión de sus gritos entusiasmados, las invocaciones, en definitiva la profundidad de su amor. Y nuestro mundo, donde la vida parece valer cada vez menos – ¡violencias y guerras! – la palabra amor – siendo los dos amantes seguros y ciertos – es para nosotros una prueba, un espléndido aprendizaje de cómo se aproxima el alma a Dios, como se habla, qué se experimenta al estar cerca de Él.

Y todo esto aparece en las pocas “aspiraciones” de M. María Magdalena. Su amor verdadero está por encima de las modas de los tiempos, permanece siempre ese amor, porque la salvación es siempre el verdadero problema del hombre, lo sepa o no, esté o no de moda, se crea en ella o no; y quien nos pueda dar un entrenamiento para salvarnos, un simple aviso o advertencia, una traza por donde caminar, será siempre apreciado. Al ver que son personas que han vivido a nuestro lado, como nosotros, con sus debilidades y miedos, con nuestras caídas y nuestra confianza, nos impresionan aunque no las hayamos conocido. Especialmente cuando conocemos aspectos de su vida íntima que no aparecían a los ojos de los demás.

Hoy tenemos necesidad de esos ejemplos, verdaderos y auténticos. Como decía Pablo VI, más que maestros necesitamos testimonios vividos. Queremos sentir que las personas espirituales, quizá, los santos, son como nosotros: tienen sus penas, sus tormentos, sus dudas, el miedo de equivocarse, de engañarse, de dar pasos hacia atrás como los cangrejos. El amor mismo no está inmune de penas; y también está el “enemigo” del amor que siempre está dispuesto a darnos falsas imágenes de lo que es la santidad, y nos provoca con sus disfraces de falso ángel de la luz...
De las personas espirituales queremos saber cómo se hace, cómo lo han hecho para vivir con Jesús una eternidad ya en el tiempo. ¡Y será el amor la única solución del problema!

Sabemos que la santidad no se nos niega a nadie, pero nos da miedo, nos refrena, nos hace equivocar el camino la falsa humildad de no sentirnos capaces de querer ser santos también nosotros. Y así, nunca nos lo proponemos. Y hay tantas almas que en secreto tienen experiencias místicas, quizá no como las de M. Magdalena – pues los fundadores necesitan un trato especial – pero de algún modo tenemos todos esas luces de Dios, basta saber escuchar para conocerlas, para conmovernos, para aprender, para dejarnos llevar de la mano para hacer la voluntad de Dios, que en esto consiste la santidad más que en arrobamientos y cosas extraordinarias.

Dios está para todos, también para los que no lo quieren admitir, para los que no lo quieren conocer, para los que no quieren hablar con Él. También para quien no sabe hablarle. Pero Dios, que obra siempre en la historia – y es miopía no verlo, no sentirlo – no tiene necesidad de palabras (“no el que dice ‘Señor, Señor’...”), conoce todos los lenguajes, las leyes de los corazones, da sentido a nuestros balbuceos. En la vida espiritual muchos somos los que nos encontramos como balbucientes, como niños, o mudos, porque no queremos seguir quienes hablan por nosotros, quienes ya lo conocen todo, gestos y lenguaje oral, ¡porque han buscado a Dios, y Dios les ha respondido siempre! ¡Ojalá que sea conocida su misericordia y su bondad, reflejo de la de Dios!

No buscar a Dios, creyendo que es algo prescindible, auque sólo fuera porque es una renuncia implícita a conocer el Amor, acaba por ser sólo un querer obstinadamente encerrarse en los limitados confines de nuestra presunción – no en la razón, que es capaz de ser iluminada por la fe – y es querer valorarlo todo sobre la base de nuestra pequeñez. Nuestros sentimientos humanos, también los más íntimos y sutiles están siempre sometidos a la desilusión, a la frustración, al rechazo. Y renunciando al verdadero amor se termina permaneciendo al exterior de las cosas que no duran. “In interiore homine stat veritas”: la verdad está dentro, en el interior del hombre.

También la muerte está allá para recordarnos que vivimos sólo en el tiempo, para prepararnos para lo eterno, en la salvación que el Verbo nos ha dado, de la única Palabra que salva. Y la santidad, que es amor total en Dios, no dice nunca basta, nunca hay bastante de ella, como del amor. Los santos reflejan a Jesús, en algún modo, son modelos especialmente en algo. Todo modelo es diverso y siempre bueno para darnos un consejo, una simple advertencia, para indicarnos una vía, señalarnos un modo, un método, un camino, que está siempre a nuestro alcance y siempre es posible el tomarlo, practicarlo.

Decía Santa Teresa que ella escuchaba cuanto se decía a su alrededor: quizá, sin saberlo, aquellas palabras eran para ella, contenían un mensaje oculto para los demás, pero para ella muy útil. Así nos habla Dios tantas veces, basta estar atentos para captar los signos que Dios siembra en nuestro camino, flor a flor.

Especialmente cuando a lo largo del camino encontramos personas a las que conocemos por sus escritos, o tenemos experiencia de la obra que han dejado. Almas de una altísima espiritualidad como la Madre M. Magdalena, que profundiza hasta lo más íntimo de sí misma, y nos ofrece, nos revela, nos acompaña, nos consuela, nos ayuda. Bastaría, en ese viaje hacia la santidad en el que todos estamos embarcados, injertarnos, entretejernos como en un entrecruce, sobreponer los ejemplos maravillosos que se nos ofrecen y perseverar con la misma constancia. Con aquel mismo amor. ¡Esto basta!

Sin miedo a caer, sabiendo volver a levantarse enseguida y proseguir, con la ayuda de Dios y de tantísimos ejemplos que de todos los lugares llegan a nuestro conocimiento. Bastaría mirar alrededor, escuchar más las voces del corazón, abrir la mente a Dios, rezar, rezar y rezar más, velando para no caer en la tentación. Pero no dejemos solo a Jesús en el huerto de los Olivos... ¡Ahora está allí en el santo Tabernáculo! Y continúa amándonos, sin pausas... ¡si tan sólo nos parásemos unos instantes en esa carrera sin fin!

He aquí cómo acercarnos a los escritos – con una tranquila meditación podremos revivir el escuchar su voz apasionada – y a la experiencia espiritual de M. Magdalena de la Encarnación. Es ver qué significa en verdad pensar a lo grande, como enseñan todos los místicos, abrir el corazón y la mirada a un mundo interior inmenso y riquísimo de sentimientos y de intuiciones, de orientaciones espirituales. Ello nos puede ayudar a ver que no estamos solos, que el mundo no acaba en nosotros y nuestros pequeños sueños. Ni tan solo en las ilusiones pintadas por la ciencia, los espejismos seductores de la técnica... En fin, que si miramos bien estamos más rodeados de tinieblas que de luz, de amenazas de todo tipo, de guerras y enemigos invisibles que de pronto siembran la muerte de los inocentes. ¡Cuánto quisiéramos, que el progreso tecnológico contuviera semillas de salvación! Precisamente porque nuestro mundo se ha convertido en una unidad global, donde todo sería para todos si no fuera por el egoísmo, por la prepotencia, la ceguera de la avaricia individual o de grupo. ¡Cómo quisiéramos todos que la salvación fuera global! Esto lo han querido muchos, y lo ha deseado la venerable M. Magdalena de la Encarnación.

He aquí porqué hemos de pensar en cosas grandes, tomar los ejemplos, sorprender los pensamientos escondidos por los corazones generosos, adherirnos y caminar un poco con ellos. Ellos nos acompañan, aquellos santos nos observan y nos guían.
Nos dirigimos a la meditación de unas “aspiraciones” que son por su carácter “amorosas”, que la Madre escribe, con infinito amor, a mano en pequeños papeles, aquí recogidos juntos para ofrecernos una meditación que ayude a sus hijas espirituales, y ahora a todos. Son sus íntimas motivaciones, el coloquio encendido que en su alma tenía con Jesús, en una tensión amorosa que permanentemente la llevaba a la búsqueda de la verdad. Y aquí la verdad es siempre y sólo amor, esto es, Jesús.

Para todos está abierta la puerta del amor, todos podemos aprender en esa escuela, especialmente del ejemplo de los que tienen de él experiencia, que hacen del amor vida, esa experiencia a veces también es dura y dolorosa, pero siempre preciosa. Es como si se pudiera enseñar un método, comprobado en primera persona. Así es para la Madre, que ha conocido bien cómo el amor resuelve todos los problemas para quien se libra completamente a Él. Basta fiarse de Jesús, reconocerse humildes seguidores, creer en Él y no dejarse engatusar, embaucar por los que se llaman maestros y que son falsos, siempre dispuestos a deludirnos, y que hablan, hablan, y no paran de hablar. ¿Pero harán alguna vez aquello que nos piden que hagamos nosotros? El amor de Dios se conoce por las buenas obras, se distingue bien entre quien lo ama de verdad y quien sólo hace alusiones.
Hay personas verdaderamente espirituales que pasan a nuestro lado, sin que quizá las reconozcamos, y son distintas a las demás, tienen algo especial, como M. Magdalena: nos ofrecen su singular experiencia, nada más. Pero a veces no nos la proponen directamente, como imponiéndola, se limitan a ofrecernos su experiencia, y en ella vemos mensajes de todo tipo, que nos hacen descubrir la verdad de lo que dicen en lo que vemos en esas almas. Son como iconos santos de la verdad, experimentada en primera persona. ¿Cómo no creer entonces que el amor induce a amar?

Estos papelitos con pensamientos que la Madre ponía por escrito en momentos de sus soliloquios con su Amado fueron conservados por muchos años en el archivo del monasterio de Turín, después del examen por parte de la Congregación para la Causa de los Santos se transfirieron al archivo histórico del monasterio que en Roma tienen las Adoratrices del Santísimo Sacramento. Han sido publicados, y aquí se acompañan de unas breves reflexiones. No pueden ser ignoradas para el gran público, pues la santidad es para todos, no sólo es cosa de religiosos o de votos o de obediencia a Reglas. Lo que vale es la voluntad de amar, esa sabiduría auténtica de la caridad, con la fe y la esperanza, nada más. En soledad el alma se une a Dios, no hay en esa intimidad alternativas en el amor o compañeros de viaje. Y en ese lenguaje de amor las palabras humanas son muy pobres, no bastan, porque no importan tanto en qué se dice sino cómo se dicen, y a quién se dicen. Y sobre todo, si se realizan en las obras.

Esto se verá en el vocabulario aparentemente pobre de M. Magdalena, que parece repetir siempre con las mismas palabras, y ahí está su frescura y su belleza, decir todas los matices de un sentimiento único e infinito por la misma persona con las diversas intensidades y tonos... eso requiere una constancia extraordinaria y una esencialidad profunda: aquí la perseverancia es la del amor que no acaba nunca, que se alimenta de su propia insistencia para aproximarse, despacio despacio, poco a poco cada vez, a acariciar con aquellas pocas palabras un amor único e interminable, que se nutre de sí mismo ofreciéndose a todos. ¡El amor nos enseña a amar, si queremos! Se convierte en la única palabra importante, justa y honesta: amar o no amar, que es dejarse llevar por la indiferencia. Las palabras embriagantes de la Madre bien pueden penetrar dentro de nosotros, y como una bomba transmitir ese desbordarse de amor, en un amor que va más allá de las palabras pues nos revelan el rostro y amor de Dios. He aquí el significado de las “aspiraciones” de la Madre que bien podrían ser ahora nuestras: aspirar profundamente a amar, porque es la amistad con Cristo. También nosotros hemos probado a dejarnos cantar dentro esas palabras y hemos visto que de la palabra nace palabra, del grito nace el grito, con inmensa esperanza.

Estas aspiraciones son como rápidas y espontáneas invocaciones, súplicas, que componen versos que juntos componen una canción que es precisamente el testamento que la Madre quería dejarnos, un único y exclusivo reclamo de amor; componen una poesía hecha a base de emociones y testimonio personal, deseos y suspiros del alma, gemidos espirituales dirigidos a Jesús y que aspiran a elevarse hacia Él, a través del espíritu. Son un grito apasionado.

No tienen un orden cronológico, ni lo exigen, son declaraciones generosas, explosivas de amor, esos gritos apasionados que ella lanza a Jesús su amado Esposo, quien no puede ni quiere olvidar nunca, nunca... Esa realidad totalizante es lo básico en los escritos que tenemos entre las manos, ella ha bebido en la Escritura y su experiencia interior este todo, que es Cristo. Cada palabra para ser bien entendida necesita esa perspectiva: va dirigida a Cristo, desde el corazón palpitante de M. Magdalena. Son pues unas lecciones de amor, y vamos a escucharlas con humildad, leyendo en meditación y en una confrontación también de cada uno de nosotros con Jesús, así nuestra alma será también un templo sagrado de amor. La intensidad de ese amor con que fueron escritas podrá ser así revivida, pues expresan una verdad vivida directamente. Y sabiendo que las palabras son solo palabras cuando no conocemos la pulpa, la interioridad que les ha dado vida, en este caso el diálogo humano y divino.

Descorriendo como una cortina esa interioridad de las invocaciones, se respira el espíritu del corazón de la Madre, lo que animaba su alma, lo que sostenía su palpitar interior, el de una mujer entre las más excelsas de la cristiandad, que esperamos sea más y más conocida en este mundo tan árido y privado de amor; porque la definición más exacta que podríamos darle, entre todas las posibilidades, es la de “enamorada”. Enamorada de Jesús. ¡Cuánto podemos aprender de ella!

Ya se perfila que las “aspiraciones” son en verdad suspiros y propósitos, sugerencias interiores y posibles pistas para caminar, lances ardientes, temblores y agitaciones del corazón y del alma. Todo ello dirigido a Jesús, ya que a Él sólo anhela esta alma, y nada de lo que dice se entendería si no fuera en la óptica del ardor con que el corazón de la Madre sabe amar, de modo total.

Aquí está la especial vocación que dentro de la Iglesia y en la sociedad describía también la humilde carmelita de Lisieux “en el corazón de la Iglesia yo seré el amor”. Así la Madre, en la Iglesia, es testimonio vivo de la verdad del amor. ¿Y cuál es el modo, el camino que ha recorrido? Es la adoración eucarística perpetua, la meditación intensa ante el Santísimo Sacramento, a la luz de aquella “luz”, que será para ella y para las numerosísimas hijas espirituales como un sello del amor recíproco, como un símbolo del incansable y totalizante amor de Dios por la humanidad, hecho tangible con su presencia real en la Eucaristía, su principal estímulo de ofrecimiento de su vida entera será solo y exclusivamente el amor hacia su Creador. La Madre es una criatura verdaderamente excepcional que ha dedicado su vida enteramente al amor, no ha hecho componendas ni medias tintas, piénsese a su coherencia, a la fuerza espiritual en arrostrar pruebas como el exilio y las humillaciones, defendiendo con coraje su fe y su ideal, con tenacidad y sin descanso... En ella encontramos claramente, de modo absoluto, confirmado el aspecto femenino del amor, que la naturaleza le ha confiado de hacer fructificar como el talento del que habla el Evangelio: su extremada sensibilidad, el ardor apasionado, la delicadeza en el sentir, su finísima dulzura y al mismo tiempo su firmeza, hacen de la Madre una mujer enteramente realizada, en cuanto ha tenazmente perseguido y encontrado en su vida terrena una finalidad, un motivo y una razón sustancial en el amor hacia Jesús. Desde las cosas de la tierra llega a las eternas, dando sentido a lo cotidiano, que a veces tiene una visión equivocada, poco constructiva, si no vaga e insignificante por no advertir el valor que esas cosas tienen cuando se ama a Dios.
Afloran esas invocaciones del alma serena y madura de la Madre, y nos hablan de ese amor que llena toda la existencia, amor que tiene infinitas sugestiones y variaciones que también suscitan sentimientos diversos en el lector aún con las mismas palabras, y que nos animan a preguntarnos: ¿por qué no ser santos? ¿por qué no probar a amar?

El comentario de esas invocaciones es sólo una aproximación, un intento que ha tenido que probar a superar algunas dificultades: la primera, que las pronunciamos pasado un tiempo, en un contexto cultural y de significado de las palabras diverso; pero más aún está el hecho de que son palabras escritas en sus diálogos con el Verbo, y ahí es más difícil todavía de entrar. Son escritas aparentemente dispersas y sin orden, pero puestos a buscar una línea que nos guíe, es ésta: el abandono en Aquel que la ama con eterno amor, es el descubrimiento que ella hizo y que la conmocionó totalmente. No quiso rechazar ni retrasar su respuesta y abrazó completamente esta vocación al amor sin replanteamientos, haciéndose toda ella como la quería Él, sin pensar en otra cosa. Precisamente éste fue también el motivo de adoptar la Regla de San Agustín, pues buscaba una que estuviera centrada en la exigencia del amor, no quería una regla demasiado rígida para el tipo de vida de sus hijas espirituales, que tendrían adoración nocturna continua y por tanto no quería imponer más penitencias de lo debido, y quería que fuera el amor el fundamento principal. Además de los consejos del agustino ven. Bartolomé Menochio, obispo con quien se aconsejaba, fue decisivo para escoger esa Regla el ideal eucarístico que inflamaba el corazón de M. Magdalena y que se reflejaba según ella muy fielmente en las enseñanzas de San Agustín.
Esas lecciones nos ofrece, confiarse totalmente al amor, sostenidos por la intercesión de aquella que antes que nosotros lo ha bien comprendido y lo ha experimentado. La Madre es modelo especial, a la medida de nuestra generosidad, si sabemos aprender a vivirlo.

Este es la invitación y el deseo para los lectores, que el ejemplo vivido por la Madre nos sirva de ayuda y de ánimo para los que dudan, los que están viviendo el sufrimiento o el temor, porque el mensaje que nos trae es el de total confianza en Dios. Encontraremos seguramente aquello de lo que tenemos necesidad, dentro de este mensaje reconfortante: al final, el amor de Cristo vencerá sobre todo mal, y esta verdad se realiza ya en germen en cada día de nuestra vida en la tierra, y de ello tenemos experiencia en la medida que la fe nos hace ver las cosas como las ve Él. Fruto de esta confianza es identificar nuestra voluntad con la suya.

Esto nos lleva la visión que tuvo M. Magdalena el 19 de febrero de 1789, y con ello acabamos como empezamos la presentación. Aquel “día de la luz” que se vive en la comunidad desde hace más de 200 años, con ese carisma del que participan tantas adoratrices que siguen su intuición providencial: ¿qué hay mejor que corresponder amor con amor, si no adorar el Amado en silencio ante su Misterio?
Porque está aquí la experiencia de este magisterio místico: colocarse ante Dios, dirigir a Él todo sentimiento y toda moción espiritual, darse enteramente a Él, expresarle y contarle que nos confiamos totalmente, con fe, en la fidelidad, restituir a la vida del mundo su significado relativo para dirigirnos del todo al cielo, sin olvidar la caridad hacia nuestro prójimo. Es en esta universalidad del amor donde encontraremos la mejor definición de lo que somos.

El espíritu de la Madre está lejos de una contabilidad meticulosa en una búsqueda de la perfección llena de sutilidades y mercantilismos, de pesar aspectos positivos o negativos de todo... no hay que quedarse en lo que nosotros hacemos pues no es lo más importante, lo que cuenta es el amor, de suyo infinito, que Dios tiene por nosotros, y en nuestra correspondencia basta amar en serio, con obras que expresen esa totalidad de sentimiento, medimos nuestra poquedad con la totalidad de Jesús y eso nos lleva a expresar continuamente en nuestro corazón, en nuestros labios, nuestra mente, nuestros gestos, este amor por Él solo, nuestro Jesús. Él pensará en cómo superar nuestras incapacidades o mediocridades, no hemos de preocuparnos demasiado de ello pues así como nos ha abierto las puertas del cielo, nos ha restituido la amistad con Dios y ha vencido la muerte, también Él nos enseña el justo sentido de nuestra vida.
Ante un mundo de prisas en el que falta tiempo para todo, que no conseguimos hacer todo lo que nos proponemos, la pregunta es: ¿qué sentido tiene todo lo que hacemos, para qué o para quién lo hacemos? Lo podemos plantear de otro modo: ¿cuánto amor ponemos en todo lo que hacemos? ¡En lo grande y en lo pequeño! Ahí está la clave. Y el único camino es la plegaria.

Leyendo de cerca las “aspiraciones” se puede apreciar la sencilla elegancia de lo vivido, la adhesión del corazón y la mente y no sólo de los ojos, la elegancia del alma y de su delicada plenitud que se transparenta en la escritura, en su apasionamiento, en la propuesta de una experiencia maravillosa.

Regresar al índice

1. “Mi Amado y mi Bien, este corazón mío brama el vivir languideciendo y luego morir amando”.
La primera de esta serie de aspiraciones amorosas de la ven. María Magdalena de la Encarnación inicia con una afirmación-invocación de amor (“amado”): lo ama desde el comienzo; y le dirige el posesivo “mi” para indicar que a quien dirige sus cuidados es ya “suyo”, le pertenece en el amor. Porque la Madre quiere inmediatamente ser una sola cosa con aquel Bien, que es objeto de su único vivir, en su deseo más fuerte.

Después desvela el nombre del amado, reconoce el todo amado que es su
Todo al mismo tiempo como el “Bien” con mayúscula, todo lo que hay de bueno en absoluto. Sólo Dios es todo el bien. Y en el amor hará de sí misma una sola cosa con Dios, en el signo del amor único. Es una confesión de amor al Amado ferviente y desbordante, su corazón con lo que tiene más íntimo de escondido e inaccesible a los ojos extraños, va dirigido sólo y exclusivamente hacia aquel “Bien” infinito. Ella está hecha sólo para el Bien, cosa rara en la tierra...

Es precisamente su corazón (“este corazón mío”), toda ella que está involucrada por entero en este acto de amar, y no sólo de amar, sino más aún de “bramar” (“brama”) una sola cosa: vivir de una determinada forma; un único deseo muy grande, un único sentimiento en la unidad del corazón, el amor con una entrega total de sí misma. En la vida y por la vida, como también en el dolor y por el dolor, aunque la vida misma sea aquel dolor sin reposo. Más aún, el bien es precisamente aquel compartir el sufrimiento hasta el fondo.

Es aquel “vivir languideciendo” lo que nos revela la íntima tensión y el celado deseo del corazón de M. Magdalena; ella quiere vivir, pero de un modo único y dirigido hacia aquel “Bien” con una grandísima profundidad y con una continua conversión hacia él, sin descanso, éste es el sentido del gerundio en el verbo languidecer: consumarse, gastarse como una vela en una progresiva e inexorable debilidad, como quien usa las fuerzas sólo para amar y no para vivir (“languideciendo”). Aún cuando el tiempo sea un entramado de sufrimiento y aquel sufrir sin tiempo, que era eterno, es Jesús, ¡bienvenido sea!

Pero M. Magdalena no se contenta con pasar una vida con el deseo de desgastarse, apagarse, debilitarse por amor: quiere tal aniquilamiento que la lleva a la muerte por amor, pero siempre que ese morir sea debido al incesante gastarse amoroso. Para estar siempre más cerca de Dios. Siempre menos de sí misma y siempre más de Dios por amor al Él.

También aquí, en el verbo amar al gerundio (“amando”), M. Magdalena expresa su firme propósito de continuar sin fin la acción del amor hacia aquel “Bien” incluso más allá de la muerte, porque es la única posibilidad que le queda del paso a la eternidad; y no renuncia a esa facultad. Renunciar al dolor sería renunciar a su único poder que es en Cristo, más que la vida y más que la muerte.

2. Amado Jesús, ven hacia tu Esposa que no brama otra cosa sino que sus ojos te vean pronto.
Ahora que ha sido revelado el nombre de aquel “Bien”, identificado con Jesús, la Madre añade el adjetivo “amado”, esto es, aquel que es amado de modo apasionado, único y con una elección definitiva, a quien se dirige una invitación: ir al encuentro de su “Esposa”. Ella quiere potenciar todo lo que pueda, y más de lo que pueda, la fuerza de sus ojos, identificar sus propios ojos con los de Cristo en un encuentro directo e inefable, como dice en el “Cántico espiritual” san Juan de la Cruz. Por eso la Madre dice:
“Hijas... vuélquense en la adoración a Jesús Sacramentado que está allí realmente presente.
... El las ama, y porque las ama, las ha llamado aquí para adorarlo, alabarlo y presentarle sus más sinceros y humildes actos de respeto y veneración”
(Exhort. III).

M. Magdalena se ha llamado “Esposa”, porque una unión tan alta y profunda entre ella y Jesús es ya un vínculo nupcial, no hay otras expresiones humanas para explicar aquella ligazón que se ha instaurado. Y se añade también que ella es propiedad de Él, sin medias tintas, y que no tiene otros deseos o aspiraciones que la unión amorosa con Él.
Para la Madre fuera de Jesús hay el “nada”, un abismo que sólo puede suplir otro abismo de amor, mejor aún: nada más, y en particular, nadie más (ninguna “otra cosa”) pueden sustituir su “amado”. El amor se reconoce sólo en su amor. Esto implica atención, “...el candor virginal es semejante a un cristal, que se empaña con el mínimo aliento” (Const. 1818, VII).
Y todavía afirma que “brama”, esto es, que todas sus energías, casi con un grito que le sale de lo más profundo, deseando sólo y exclusivamente que sus sentidos (“ojos”) consigan unirse con Jesús.

Más aún, Ella sufre como con ardores de fuego, y se le nota una prisa, una inquietud, desasosiego amoroso, en el que el sentido visible y más excitado de su búsqueda del amado, y aquel “vean pronto” no es otra cosa que una ferviente plegaria para que se acorte más y más la distancia espacio-tiempo existente entre los esposos y su deseo de poseerlo de lleno se realice en la unión final.
“Aquellas mujeres que consagran a Dios su virginidad... ocupan un grado más elevado de honor y santidad en la Iglesia; ya que también ellas participan, junto con toda la Iglesia, de aquella boda en la cual su esposo es Cristo” (S. Agustín, comentario al Ev. de S. Juan 9, 2): la Madre ha dado de ello testimonio con su vida a sus hijas, para que también ellas “se sientan elegidas por Cristo y dedicadas a Él, presente en el Sacramento, y no cedan a nadie su propio amor” (Const. 1985, 34). “Las Adoratrices deben desear únicamente agradar a Jesucristo su esposo, amándolo con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas, y al prójimo como a sí mismas” (Const. 1818, VII). Y todos podemos sentir, como dirigido a cada uno, las palabras que el profeta pone en boca del Señor: “Y te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y equidad, en amor y compasión, te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás a Yahveh” (Os 2, 21-22).

3. Oh Jesús, Jesús mío, tu dulce nombre me calienta y me enciende este pobre y frío corazón mío.
Mientras que primero el deseo que consumía a la Madre era de ver cuanto antes a Jesús, ahora aquella brama se dirige hacia la búsqueda del calor que emana de su amado.
La invocación repetida dos veces “oh Jesús, Jesús mío” indica el deseo ardiente y la gran solicitud de que su reclamo sea escuchado: con solo pronunciar el nombre del amado el alma de M. Magdalena se conmueve y se llena de agradable sensación. Pero se necesita toda la llama viva para poder gozar del calor en toda su intensidad.
Es estupenda y fascinante la propiedad del amor, del amante que transmite al amado sus sentimientos y entre los dos se instaura una recíproca comunión de bienes y de valores, en los cuales quien más es capaz de amar y de darse vuelca sobre el otro cuanto posee de bueno y querido. En este caso, el alma reverbera al sólo recuerdo del “dulce nombre” de Jesús, todo su calor amoroso que tiene la propiedad de inflamar por contacto el corazón de M. Magdalena, que en relación al Sumo Bien lo considera bien poca cosa y gélido (“frío”). La palabra “frío” contrasta con el tono apasionado con que la Madre escribe. ¡Es que se trata de un fuego del que nunca se tiene bastante, y el calor más grande del alma humana no es más que frío comparado con el fuego infinito de Dios!

Ella tenía dieciocho años y toda la vida por delante, cuando escogió ese camino de amor, lo escogió a Él y se despidió de su padre con estas palabras: “papá, he llegado adonde me quiere Dios. Bendíceme y goza tú también de esta gracia que Él me ha hecho”. Y añade: “he conocido cuál es la voluntad de Dios para mí, la de consagrarme a Él para siempre y la he seguido libremente. He renunciado a cualquier otra vida, a cualquier otro amor”. Jesús será el centro de todo, aquel que se hizo uno de nosotros humillándose a sí mismo y obedeciendo hasta la muerte de cruz (Fil 2, 6-8): tomo por eso el nombre de María Magdalena de la Encarnación, es decir de Jesús.
Así pues, este es el testimonio de que el corazón del hombre, aunque pequeño y limitado (“pobre y frío”), tiene sin embargo la capacidad de inflamarse de amor y de contener y recibir, dentro los límites de la naturaleza humana, las solicitaciones de este fuego de amor que su Creador en todo momento le envía. Basta quererlo y basta saber reconocerlo: aquí está la grandeza de M. Magdalena; ella ha reconocido en el “nombre” de su Amado la fuente de la riqueza y del secreto del amor infinito, y ha entendido que sólo Él puede darle la plenitud absoluta de satisfacción que anhela su corazón. ¡Y eso es lo único que cuenta para ella!

Es de notar, también, que basta la invocación del nombre para encenderse en el alma. ¡He aquí porque cualquier otra palabra es nada, ante la palabra de Jesús!

4. “Amado Bien mío, busco en el pecho mi corazón. Y lo encuentro, prisionero entre tus cadenas...”
M. Magdalena, cierta del amor de Dios, ya segura como una esposa, continúa en su ascensiones amorosas y en la prisa, y en el deseo sin freno de poseer a Jesús, va a la búsqueda en primer lugar de su corazón (“busco”). Aún antes de estar lista para amar, dedica su energía para comprender dónde se encuentra su corazón, esto es hacia quién está dirigido, y a quién pertenece en aquel momento, porque debe vaciarlo y dirigirlo sólo en dirección hacia el amor a Jesús: sin esta acción preliminar, el amor de Dios no podrá nunca llena su alma, porque la encontraría ocupada por otros pequeños amores que le impedirían recibir el Absoluto. ¡Si existe el corazón, éste se ha de llenar de amor, de otra forma no sirve de nada! Sería como no tenerlo, si no se puede dar. Y ¿a quién darlo? ¡Solo a Jesús!

Pero M. Magdalena en su búsqueda atraca, hace puerto en el “pecho”, esto es, su “corazón” está en el lugar justo, está disponible para recibir a Jesús, más aún: Cristo mismo, antes incluso que ella iniciara su obra de discernimiento, la había ya tomado el corazón y lo había capturado sólo para Él, quitándoselo a todos, sobretodo a sí mismo para vincularlo a sí lo más estrechamente posible (“prisionero”). Será Jesús mismo –en aquella prisión particular- la libertad reencontrada, o mejor dicho la única libertad. Así ella deja su pretendiente porque encuentra el mejor partido.
Las “cadenas” son el símbolo del profundo amor que es como un abrazo entre ella y Jesús mismo, una vez encontrado el corazón de M. Magdalena, Jesús no lo deja más, sino que lo envuelve y lo acerca siempre más a sí por medio de la unión transformante que tendrá completa realización en la otra vida. Es de notar que las “cadenas” son de Jesús (“tus”) y de nadie más, y ni siquiera M. Magdalena hubiera tenido tanto poder ni ardor, sino que sólo Él ha tomado la iniciativa y ningún otro podría hacerle la competencia.

Es también de notar que la búsqueda de la Madre se dirige hacia un lugar, el “pecho”, que es donde en cambio no se encuentra ya su “corazón”: parece que haya ahí un instante de aprensión, porque en el lugar donde tendría que estar aquel órgano, no lo encuentra, más aún, con maravilla para ella, lo encuentra en otra cosa, entre unos brazos fortísimos que aprietan fuerte (“cadenas”)... He aquí el amor total, he aquí el amor absoluto, que no tiene límites y que te mete, te liga, te aprisiona, para que tú no te vayas de él, no escapes, te dejes llevar del amor que desea todo tu ser. Y no nos maravillamos de la búsqueda, porque está precisamente aquí el punto: ¡buscar el corazón, encontrarlo en Dios y dárselo, dejarse aprisionar! ¡Y es Jesús quien lo hace todo!
Cadenas que encierran a Jesús en el tabernáculo, y que hacen proclamar a la Madre: “oh Jesús, Salvador mío... yo os rindo todas aquellas humildes acciones de gracias que me son posibles, por haberos encerrado de un modo así, amoroso... y tan incomprensible, en este Sacramento divino, a fin de ser allí nuestro único Sacrificio, nuestra Víctima suprema y el alimento espiritual de nuestras almas” (Dir. 1814, p. 62). Entren, pues, las Adoratrices en aquel Amor Divino para ofrecer sus mismos sentimientos y su Sangre Purísima y, de esta forma, rendir con Él, al Divino Padre, un culto infinito... ahí se realiza el cántico de gratitud de toda la Creación que hace Jesús con su entrega en la Eucaristía. Por eso también dice la Venerable Madre: “oh Jesús mío, haced que yo viva en Vos, me haga parecida a Vos y únicamente suspire y anhele a Vos” (Asp. V. M. F.)

5. Dulce Bien mío, en esta valle de lágrimas todo me aburre, y pesa de manera que no deseo ninguna otra cosa, solamente suspiro y bramo de unirme pronto a ti.
El amado de M. Magdalena, ahora es llamado “dulce”, por lo que además de “amado” y “mío”, ese adjetivo está definiendo más y más la fisonomía del Amado. Aún antes de ser para ella un “Bien”, es “dulce”, que es lo que expresa el símbolo más apreciado de los amantes. Jesús es algo agradabilísimo, tierno, amoroso, no hay en él sombra de ningún defecto. Y se pone como el bien para todos nosotros, nos ofrece su dulzura, su bondad.

En efecto, la ausencia de Jesús es el vacío total y la desolación absoluta, es lo opuesto a la plenitud y la alegría (“valle de lágrimas”), la lejanía de Él es como un exilio en tierras desconocidas, áridas y frías, porque falta el calor que sólo de su “nombre” emana y produce frutos de verdadero goce.
He aquí por qué la Madre expresa desolada y abatida su disgusto en vivir lejos de la perfecta unión con Él: sobre esta tierra, todo parangón posible con alcanzar la posesión embriagante de Dios es cosa engorrosa, nada consigue aplacar en ella la brama de tenerlo para siempre. Ni siquiera todo lo creado consigue suplir la falta de su amado (“todo me aburre”), es más, todo es motivo de sufrimiento (“pesa”). Como una opresión, una angustia, un encogimiento del alma, algo que nos rodea de inutilidad, de inercia. Y el vacío pesa más que lo lleno, porque es insoportable.

Ahora ya, después de haber descubierto y encontrado la inefable dulzura y alegría del amor, M. Magdalena no se detiene más, pensando sólo en que llegue el día en que su unión será completa y duradera con aquel Jesús suyo, que por el momento no puede poseer con plenitud; de aquí la velada tristeza y el languidecer total que la rodean.
La Madre reconfirma su prisa (“pronto”), no puede ya más, y aún suspira (“solamente suspiro”), jadea, se agita, pasa momentos interminables de vacío total, porque nada más la sacia (“ninguna otra cosa deseo”), solamente su amado podría curarla...

Por el momento, el día de la plena consecución de la unión no ha llegado, y M. Magdalena debe aún sufrir la distancia y continuar a languidecer en esa monotonía cotidiana, donde su amado parece lejano, parece incluso que no llega nunca, y todo esto que la rodea no hace otra cosa que aumentar el aburrimiento y el deseo de vivir cerca de Él. Ningún intruso o advenedizo podrá nunca quitarla del deseo del amado Jesús. Es más, la comparación con otros aumenta en ella aún más el consumirse por poseerlo, porque es el único e irrepetible a quien puede dirigir su amor. Cualquiera otro que no sea el Amado es la nada, ¡aunque estuviera nuestra habitación llena de gente!

6. Tu esposa, oh Jesús, te invoca y grita: aplaca en ti, o mi amado Bien, tanta ira.
Ahora que la esposa pertenece completamente al Amado, se puede enorgullecer de sus derechos y arder en peticiones, en cuanto el amor ha transformado su corazón a la medida del otro, tanto que no tiene ya temor de perder a Jesús, y segura de esto, tiene la confianza de que Él la escuchará y atenderá sus peticiones. Pero, sobretodo, la Madre ha abierto el corazón a la confidencia, y no se tiene de invocar fuertemente, de pedir aún a gritos. Y que el Esposo escuche, venga, intervenga, se presente a quien está llena de amor por Él. Sólo por Él. Parece que oímos lo que nos decía la Venerable Madre: “De cuántos bienes os perderíais si aún por un momento no correspondierais fielmente a esta voluntad, si vuestros pensamientos no fueran todos suyos, si los afectos de vuestro corazón no estuvieran totalmente inspirados por su amor, si estuvierais enfadadas en su amable presencia, y si vuestro fin fuera otro distinto de darle al Amadísimo de nuestras almas toda la alegría y la gloria que le quitan los pecadores, ¿no os acordáis que su Corazón divino queda herido por los pecados del mundo y por vuestros pecados, si también los cometéis y si no los odiáis y si no estáis enamoradas de Él? (Exhort. III).
Y en cuanto domina el amor mengua toda ira, toda pena se hace soportable, toda indignación. Se va descubriendo aquí a divisar el oscuro escenario del pecado, de la falta de amor, de la indiferencia, de la repulsa...
M. Magdalena se califica tranquilamente como “tu esposa”, el requerimiento de toda petición se hace no a nombre de una criatura cualquiera, sino de la esposa, lo que le da derecho de poder interceder ante Él; de pretenderlo, de hacerse escuchar, de acceder a Él para todo lo que se le ocurra: especialmente para pedir por todos aquellos que no conocen a Dios, no quieren saber nada, es más, que le ofenden con mil violencias.

Pero la Madre no llega sólo hasta aquí: implora, grita (“invoca y grita”) como lanzándose premurosa a los pies de Jesús y le tirase de la ropa confiada de ser acontentada. Su petición no es otra que aquello que el mismo Jesús quiere dar, las peticiones de los dos coinciden plenamente, hay una sintonía entre ellos: ella le pide aplacarse de la ira hacia sus criaturas, pero primero de todo le suplica de aplacarse porque esto podría hacerle estar mal a Él. En fin, es coloquio de amor en el que hay un intercambio de la propia totalidad. E induce a no tener miedo de no obtener, ya que todo le será concedido a la esposa. Ella sufre por todos en la participación del amor de Dios, el único que puede perdonar. Y de nuevo se entrevé aquí el profundo sentido del sacrificio de la Madre y de la confianza en la misericordia.

Aquí es donde se revela el ánimo profundo de la venerable M. Magdalena: aquella ilimitada ira (“tanta ira”) adolora en primer lugar sobretodo a Jesús, infinito amor, por esto le ruega que abandone ese estado de ánimo que es producto de la desilusión amorosa y de la incomprensión, del abandono, de la soledad. También Jesús necesita amor, todo aquel amor que Él da, que está a disposición para todos aquellos que lo aman.
Y M. Magdalena está allá para interceder por los hermanos, pero está allá también para cauterizar y sanar las heridas hechas por la traición en el amor, cuya primera víctima es Jesús mismo. He aquí la participación de la cruz. Es el reclamo del Señor: “Y te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y equidad, en amor y compasión, te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás a Yahveh” (Os 2, 21-22). Cuando tantos están dispuestos a abandonar, a perderse, a perder el amor y a perder Jesús-Amor, M. Magdalena siente el profundo reclamo del amor y acude a dar su propio corazón. Por todos nosotros, incapaces de amar...

7. El mundo ingrato te va ofendiendo. Escucha, mi sumo Bien, esta alma que por ti muere languideciedo.
M. Magdalena prosigue en su intento de reconciliar las almas con su Creador, y por esto afirma que los hombres no se interesan en amarlo, es más, hacen lo opuesto de aquella que podría ser una mínima respuesta de amor: aquí se ve también que el tiempo en gerundio indica que se repite en el tiempo ese ofender a Dios (“ofendiendo”), y el amor ha de ser en todo tiempo, en todo momento y lugar. Es la crucifixión que no termina. Aquí está el sentido de reparación de nuestras vidas: nuestro tiempo ha de entrecruzarse con el sacrificio de Cristo, a través del amor. Queremos participar de su cruz, ni que fuera sólo para agradecerle todo aquello que nos ha dado y lo que ha sufrido por nosotros.

La ingratitud es el trazo negativo principal del ser humano, al que un inmenso amor no basta para serle grato al Creador; parece no sentirlo, no hacerle caso, y aún a veces parece que lo ignora; pero la Madre ofrece a su Amado una posibilidad, una elección y alternativa: en la práctica, le dice que preste atención en aquellos pocos que lo aman de todo corazón, sin dubitaciones, que aunque sean pocos no ha de despreciarlos. Parece que la beata M. Magdalena entiende que Dios ama a todos, y que está dispuesto si encuentra un solo justo, a tener misericordia de los otros.

“Escucha”, dice para que Jesús se conmueva, salga de su “ira” y se centre en esa alma particular (“esta alma”) que a pesar de todos los defectos y de las incomprensiones, sólo por ti está muriendo poco a poco, de amor. Hasta ahí llega el amor de la Madre, hasta ofrecer su vida, dedicada toda ella al amor y sólo al amor. ¡Para las salvación de todos! Revive aquello de S. Agustín: “aquellas mujeres que consagran a Dios su propia virginidad, ellas, que ocupan un grado más elevado de honor y santidad en la Iglesia; ya que también ellas participan, junto con toda la Iglesia, de aquella boda en la cual es esposo es Cristo” (Comentario al Evangelio de S. Juan, 9, 2). Llamada a revivir en ella misma el misterio Pascual de Cristo y a corresponder al amor con que Él la ha elegido, ella acepta completar en su propia carne y en su vida “lo que falta a su Pasión” (Col 1, 24), por la Iglesia y la humanidad entera.
M. Magdalena pone el acento en el destinatario de tanto amor (“por ti”), sólo por Jesús ella está muriendo día a día, siempre debilitándose más y quebrantándose para poderlo amar. Tanta energía no puede ser desperdiciada, ¡una vida dirigida y dedicada sólo a Él debe necesariamente tener valor ante sus ojos! Es lo que la Madre pone ante los ojos de su Amado: mira al mundo, pero en el mundo también estoy yo... Este es el momento en que se consuma el consumirse por la certeza del amor, sin falsa humildad, se sabe que es lo que vale la pena, que puede llenar el vacío de aquella falta de amor de tantos. Aún el más pequeño, si ama, es escuchado. Y su amor vale algo infinito, como todo amor generosamente entregado sin límites. Se observa como la Madre va concentrándose en la certeza de su propia alma para suplicar por todos, por la salvación de todos. Y si quiere atraer la atención de Jesús sobre este amor, lo hace por el amor mismo, que no puede dejar de darse todo entero por los demás. ¡O amas a todos o a nadie! Y amas a todos en Jesús, si no Jesús y todos quedan en el frío, precisamente Jesús que es el don permanente de la llama del amor.

8. ¡Oh Serafines del Cielo, que tanto le amáis! ¡La ira de Dios vosotros calmáis!
No sabiendo ya cómo calmar la ira de su Amado, entonces, M. Magdalena, con pensando en el bien de las almas, se dirige a aquellos que por su naturaleza no han cesado nunca de amar de amor puro su Creador: los “Serafines”. Indicando donde residen estos seres perfectos y llenos de amor hacia el Sumo Bien (“Cielo”), ella quiere expresar la cercanía que tienen con Dios, tanto que por eso pueden interceder con más eficacia que ella. Y la Madre aprovecha también la amistad con ellos para pedir su ayuda, para amar más aún. Para que el amor vaya de la mano de la misericordia, y mantenga la fidelidad, siempre, a su pacto de amor; en su caridad paterna y materna con los hombres Dios se mantiene siempre fiel al pacto, aunque los hombres se olviden de él.

La Madre no ha escrito “ángeles del Cielo” sino “Serafines” pues éstos son aún más inflamados de amor hacia su Creador y en un grado más elevado que los demás; de hecho identifica su acción con su amor (“que tanto le amáis”). Y pide con fuerza su ayuda.
La inmensa reverberación de amor que entre los más íntimos de Dios, los “Serafines”, ofrecen a su Amado, les hace capaces de aquietar (“calmáis”) la ira que Él nutre hacia los ingratos hombres. Bien entendido que la ira no es otra cosa que la profunda amargura por la infelicidad del hombre cuando éste traiciona a Dios y su amor; Él siente también la falta de correspondencia de amor, y M. Magdalena se apoya en su confianza en la comunión de los santos, tanto hombres como espíritus bienaventurados, unidos para la salvación de la humanidad y en la alabanza y acción de gracias a su Señor. Y su deseo es que se dé cumplimiento a una gran comunidad de amor que llene cielos y tierra, que el amor venza todo: ésta es su gran cualidad, suprema y única: no hay límite que lo contenga, y todos, tanto en el cielo como en la tierra, deben sentirlo. En este horizonte de amor sin fin el mismo Jesús será quien entregue su amor. ¡Sólo amor!

“Por tanto, aquí estamos, hijas mías, bendecidas con la suerte de los Serafines, adorando bajo la luz santa de la fe, a nuestro celestial Esposo Jesús Sacramentado en su trono de majestad y de misericordia sobre su santo altar. ¡Qué amable es su divina presencia, qué deseable estar cerca de Él!... ¡Mi querido Jesús, atrae a Ti nuestras almas y haz que todas ellas, entrando en sí mismas se abandonen totalmente en Ti, que eres fuente de todo bien” (Exhort. II)
9. ¡Oh Jesús mío, tu misma piedad te lleve a perdonarnos, haciéndote benigno a mis deseos.
M. Magdalena prosigue en su intento de intercesión ante Dios, por los hombres: precisamente porque tú eres “Jesús mío”, y por tanto yo te pertenezco, te pido de venir al encuentro de mis peticiones (“deseos”). Éste es otro de los momentos fuertes de las aspiraciones, el supremo deseo de un alma amante que pro amor pide perdón para ella y para todos. Pero esto sólo puede darse en un diálogo de amor. El amor quiere amor y da amor. Esto, para la Madre es el único significado que tiene la vida: de cara a la eternidad. ¡Pero que esto sea para todos!

Los “deseos” de la Madre no son ciertamente ganas pasajeras de cosas banales, sino que tocan el aspecto de comunión en la Iglesia, implorando misericordia y bondad, para que el Señor se enternezca y se rinda a nuestras peticiones y súplicas como son el ofrecimiento de la propia vida de parte de las almas amantes (“haciéndote benigno”) para que Jesús ayude a aquellos que no se acuerdan, y aún los que ofenden a su Creador. Como si una ola general de perdón se levantara reverberante sobre todos los tiempos y todas las almas que no han querido saber de Dios. Es ésta una espléndida visi







Compartir en Google+




Reportar anuncio inapropiado |